viernes, 16 de noviembre de 2012

Mi verde jardín

Era verano, precisamente enero. El calor seco en medio de un desierto poblado, sin arboles, podía matarte. Llevaba tres meses echando agua a la tierra, pero ésta la bebía como si nada. Sonó mi teléfono, era Dan, un amigo de Buenos Aires que quería verme. Nos encontramos en el casino, pedimos un whisky doble cada uno y entonces le pregunte que quería. Me dijo si podía trabajar con el, el trabajo era fácil, vendedor de etiquetas para códigos de barra, lectores e impresoras para lo mismo en Neuquén y alrededores. Sin jefes cerca, buena paga y viajes mensuales gratis a la capital. “Bueno, no se, la verdad es que estoy bien así y preferiría no volver a trabajar”. “¿Pero de que vas a vivir?”. “Bueno, si me necesitan puedo aceptar el trabajo”. Y eso fue todo. Al mes siguiente estaba presentándome con los jefes, eran muchos. Estaba el jefe de servicio técnico, el jefe de insumos, el jefe de equipos y el jefe de los jefes. A su vez había cuatro hombres que eran los dueños, esos si que eran los jefezotes y seguramente ellos tendrían otros jefes o jefas. Así, ad infinitum. Nunca entendí para que tantos jefes entre una masa similar de empleados.  Volví a casa y espere mientras echaba mas agua a la tierra, que ya mostraba ciertos brotes de maleza. En marzo volvió Dan y me presento a los clientes mas importantes, o sea, a donde tenia que poner mi hocico. A la semana regresé a Buenos Aires, necesitaban capacitarme. Los viajes eran pagos. No era avión pero me mandaban en el mejor micro que había. Subí en Neuquén a las seis de la tarde, media hora después paramos en Cipolletti y ahí conocí a mi acompañante. Se llamaba Paula. La vi subir al micro, llegar a mi asiento y saludarme con una esplendida sonrisa, yo estaba leyendo “Los Hermanos Karamazov” y me hice el que no la registraba del todo, a pesar de un cordial saludo, divisando su hermoso pelo negro. Enseguida regresé a la lectura, incluyéndola en la historia de Dostoievski.  Ella podía ser una perfecta rusa con su firme piel y su metro ochenta. No se cómo comenzó la conversación pero si que fue larga. Hablamos tres horas sin parar, de la vida y lo que deberíamos hacer y no hacíamos. Sirvieron la comida, bebimos vino y llego la película. Fuera luces. Se acerco el auxiliar de abordo con copas plásticas y una botella de champan, bebimos de ese néctar que no era del todo bueno pero así y todo obligue al tipo a que dejara la botella. Siguió su recorrido ofreciendo mas champan al resto de los viajantes. El micro estaba lleno, ni una butaca vacía y nosotros teníamos ubicación al lado del baño. Luego de la primera copa y bajo la luz del televisor que proyectaba una de esas películas para el olvido, me acerque al rostro que parloteaba a mi lado obligándola a callar con un suave beso en sus labios, entonces el movimiento que ella había adquirido al hablar no cesó, y el suave beso se transformó en un batir de lenguas apasionadas por la adrenalina de la circunstancia. Mis feromonas llegaron al punto máximo cuando sentí un susurro en el oído – Mordeme fuerte – la mordí con temor – Mordeme mas fuerte, haceme doler – lo hice lo mas fuerte que pude, sin perder la conciencia para no encontrarme con un pedazo de carne en mi boca. Se montó encima mío acariciándome con su parte más sensible en mi parte más inestable. La gente no dejaba de ir al baño, había un viejo a un metro nuestro que simulaba estar dormido, mirando con los ojos cerrados la escena. De algún modo no pude seguir con el cachondeo, me inhibía tanta gente pasando, mirando, deseando ver el espectáculo. Y lentamente nos dormimos, para soñar un poco. Al despertarme no supe distinguir si todo aquello había sido un sueño, pero mi boca estaba hinchada de tanto beso frenético y esa fue la prueba irrefutable de una noche apasionada. Inmediatamente pensé en pedirle su número de teléfono para llamarla ni bien terminara con mi capacitación y poder encontrarnos en cualquier rincón de Buenos Aires. Paula accedió de buena gana, deseosa de que así fuera.
Por esas cosas de la vida, que a veces te acaricia y otras te sopapea, anoté mal su teléfono y jamás pude comunicarme con ella. Me sentí un imbécil.
La estadía en la capital fue amena. Aproveché para visitar amigos, comer, pasear y ver tantas caras largas, perdidas en un camino directo a la muerte. En la empresa me la pasé escuchando a diez tipos queriendo enseñarme en dos días lo que ellos habían aprendido en quince años de trabajo. Volví a Neuquén sin haber entendido un carajo, pero con todas las ganas de vender los productos de la empresa, aunque como me habían dicho que por tres meses estaría a prueba, sin cobrar comisiones y con un sueldo fijo, me dediqué a seguir haciendo lo que hacia antes de conseguir el puesto. Tan solo regué mi patio hasta que se convirtió en un verde jardín.

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